Solo dos palabras: Buenos días.
Cuando cojo el coche para ir a algún lugar habitual siempre intento aparcar en el mismo sitio. Pero hay veces que está ocupado y aparco en una calle paralela. Es una calle amplia, y desde la primera vez que aparqué allí me fije en una cosa curiosa, al menos para mi. Justo enfrente a donde aparcaba, había un montón de plantas en la acera y un señor que las regaba y arreglaba con mucho mimo. A los dos días volví a aparcar en la misma acera, y ahí estaba el señor, me miró y decidí darle los buenos días. El señor me miró extrañado, y no me contestó. Me pareció que no se lo esperaba. Horas después me acorde de lo sucedido y lo comenté con varios compañeros, que rápidamente supieron quién era. Según me comentaron, era nacido en el pueblo, pero se fue de niño y regresó con la jubilación. Solía estar solo según los que le conocían. Era normal que no me contestara al saludo. Hablaron de él como una persona huraña, poco amable con el resto de la gente, que nunca hablaba con nadie, nunca conversaba con los vecinos, solo se dedicaba a cuidar las plantas.
Hoy he aparcado donde siempre, en mi sitio habitual, y cuando me disponía a coger unas cosas del coche, estando de espaldas, he oído una voz bastante fuerte… ¡Buenos días! No había nadie más en la calle. Era muy temprano. Me he girado, y era el señor de las plantas. Ahí estaba él, con su gesto serio dándome los buenos días. Le he contestado inmediatamente, y he seguido hacia mi puesto de trabajo. Es un día normal, pero lo comienzo con la sensación que hay veces que solo dos palabras pueden cambiar una actitud. Buenos días.